Me encanta que te deslices sobre las piedras mojadas de la ciudad vieja.
Las sábanas pretenden cubrir, pero yo sé de sobra cómo tus nalgas se pelean una con la otra y se echan sobre la superficie grave.
Como a una ventana aplastan el suelo cuándo, sorprendido, este se vuelve tobogán. Una suerte de barranquismo urbano.
Y si te caes de cara, por más plano que se te vuela tu angélico rostro, habrá por dónde respirar, por entre los cubos de granito ciruela.
Inspirarás entonces el perfume de la flor de césped desde muy cerca a la raíz, en todo caso al nivel de la tierra, trasformada en pavimiento.
Por mí, que llueva día y noche, para que estés siempre corriendo, buscando cobijo, a veces entre mis objetos de artesanía, a veces entre las patatas bravas, y si no, en un atlas de geografía económica.
Me dices: Como parte de la casa de Bourbon Parma, tienes el derecho y la obligación de seducirme por tan solo respirar como un cisne. El cardenal hace mucho que sabe de Usted.
En vez, mi derecho y obligación es atarte a mi pie, para que te medio levantes, medio caes y seguramente arrastres por mí como en el tango cada vez que me intente escapar.
Lo más hondo es incomprensible fuera de su respectivo nivel vibracional.
